La semilla de la flor independiente había decidido ser una flor libre.
Un día, sintió las alas del viento y voló con él más allá del jardín. No quería ser regada por nadie. Ella amaba la lluvia, la bondad de la tierra que la hizo florecer plena en su esencia.
Era una flor solitaria, pero también única y muy especial. Lejos de sus hermanas, de la contención segura de los muros del jardín, un sueño de primavera se abría para ella: al fin era una flor libre, mecida por la hierba, hija del sol y la vida, valiente e instintiva como ninguna.
Seguramente, alguien le hubiese reprochado que era demasiado egoísta. Pero eso no le importaba, porque ella sería, mientras viviese, todo lo que quisiese Ser.
Al fin y al cabo, sabía muy bien que había nacido para romper las reglas y no vivir limitada por el acomodado mundo del jardín.
La flor de la semilla independiente veía cada día amanecer desde un lugar privilegiado. Estaba sola, sí. Pero en sus pétalos vivían las gotas del rocío y al llegar el ocaso, justo antes de irse a dormir, honraba al viento, agradecida, por haberla transportado en aquel largo viaje. Segura de sí misma, sabía que tenía un gran tesoro para ofrecer al mundo. Uno, que aún vivía latente en el interior de su cáliz:
la vida primigenia de muchas otras semillas, que un día volarían lejos
de allí para ser también libres.
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