
Imagen1 tomada por David Ruiz de Gopegui, Ojos pirenaicos
Imagen 2 de la Palma, la Isla bonita, tomada en Enero de 2019 en un viaje maravilloso que hice a la isla
Recuerdo nuestro primer viaje al pasado. Habíamos estado muchas horas metidos en la máquina del tiempo.
Al fin habíamos llegado a algún lugar. Algo debía haber fallado en nuestros cálculos, porque no supimos exactamente dónde estábamos cuando empezamos a ver todo aquello a nuestro alrededor.
Una exuberante vegetación lo envolvía todo. Inhóspitos senderos se abrían camino entre los árboles, frente a nuestros ojos. Empezamos a caminar, dejando la máquina del tiempo atrás, sumergiéndonos de lleno en las entrañas de aquella jungla maravillosa. Sentíamos un calor sofocante, el grado de humedad era muy elevado y nos traía envuelto en el aire denso, fragancias a flores exóticas y a frutos tropicales.
No llevábamos guía con nosotros, estábamos completamente solos en aquel mundo que se parecía tantísimo a cualquier imagen de la selva amazónica que pudiésemos haber visto en un documental.
Era un lugar de maravillosas cataratas de colores, precipitándose sobre lagos cristalinos que reflejaban sus tonos. Pensamos que debían ser aguas sulfurosas, procedentes de antiguos volcanes.
Cascada de colores en el barranco de las Angustias, isla de la Palma
Un río muy caudaloso regaba ruidosamente el corazón de aquel paraíso. Era un lugar hermosísimo. De repente, nos vimos acorralados. Ya estaba oscureciendo, pero aun así pudimos ver sus rostros oscuros y aquellas flechas apuntándonos a escasos metros de nosotros. Levantamos las manos, sin atrevernos a mover ni un solo músculo más.
Parecía un pueblo primitivo, una civilización extraña o perdida que vivía en aquel rincón de la jungla ajeno completamente al resto del mundo.
Nos habíamos transportado dos mil años atrás en los arcanos de la historia del hombre, a aquel lugar tan inhóspito como hermoso . Lo habitaban unos humanos menudos que iban semidesnudos y nos miraban con los rostros perplejos, mientras seguían sosteniendo sus arcos alzados ante nosotros.
Dos de ellos se acercaron sigilosamente. Nos husmearon. Olisquearon nuestras ropas y tocaron extrañados nuestros blancos rostros con la yema de sus dedos. Empezaron a reírse, mientras nos seguían observando. Todos bajaron entonces los arcos. Debieron decidir que no representábamos una amenaza para ellos, porque nos llevaron a su aldea y nos dieron comida hasta que nos saciamos. Estábamos tan exhaustos que nos quedamos dormidos enseguida, conscientes de que ya no corríamos ningún peligro.

Convivimos unos días más con ellos; dormimos junto a sus hijos en el interior de sus endebles cabañas de paja, nos bañamos en los lagos también desnudos como ellos.
No podían parar de reír al ver nuestros blancos cuerpos dorándose bajo el sol. Los vimos pintarse el cuerpo con tintes vegetales rojizos y celebrar algo que nosotros no llegamos a comprender, danzando frente a una hoguera. Aun así, dejamos que nos pintaran la piel y contemplamos en silencio su rito.
Recuerdo que no necesitábamos palabras ni lenguaje alguno para comunicarnos con ellos. Parecía que leían nuestros pensamientos y que, sencillamente, querían ofrecernos todo lo que tenían porque éramos sus primeros huéspedes. Intuimos que podían «leer» en nosotros que éramos una simple proyección de su propio futuro.
Aprendimos mucho en aquel viaje al pasado. Nos habíamos hecho mucho más livianos. Porque allí no existían agendas, ni asuntos pendientes que ir tachando en una lista interminable a lo largo del día. Las horas transcurrían sencillamente, entre la frondosidad de un mundo verde y sin prisas. Aun así, pudimos apreciar que era una época de lucha, de instintos de supervivencia; trabajando de sol a sol las tierras, cultivando los frutos, las plantas medicinales, viajando por el río en aquellas sencillas canoas, en busca de nuevos horizontes donde poder asentarse.
Llegaba el momento de partir. Así que, tras despedirnos de ellos, subimos de nuevo a nuestra máquina del tiempo y en un largo viaje de retorno llegamos otra vez hasta el presente.
Nuestro artilugio del tiempo había sido simplemente un pequeño aeroplano, que nos había transportado de un salto a la prehistoria en un vuelo que habíamos tomado en Ecuador y que por un mal cálculo nos había hecho aterrizar muy cerca del corazón de la selva amazónica brasileña.
Aquellos hombres menudos, vivieron en nuestra memoria durante muchísimo tiempo. Aun así, seguimos, sin darnos apenas cuenta, anotando nuestras vidas en una agenda, mientras ellos debían seguir allí, perdidos en el tiempo.
Construyendo con sus pequeñas manos:
la historia de la humanidad.
Sonido de agua y pájaros, estudiar, meditar, mente en blanco, pensar, sonidos relajantes