Volver al sur

De niña, jamás imaginé que viviría en una gran ciudad. En un mundo de cemento y gentes con mucha prisa, perdiendo a veces la alegría al ritmo de la vida. 

Yo me soñaba ¡llena de Andalucía! Inundada por el olor a tierra, a mar y a flores flotando en el aire. Rodeada de campos y limoneros, de horizontes de olivares, de espigas de trigo dorándose a sol y viento, para entregarnos el regalo más preciado en forma de pan de pueblo. 

Quería caminos hacia la sierra, sendas de rocieros, guitarras rompiendo el silencio y un mundo de niños, risas, juegos, para acurrucarme al final del día, en las horas tiernas de las manos de mi abuela, en el abrazo grande de su pecho, en sus besos y en sus ojos que conocían tanto el mundo.

Vuelvo al Sur… Al olor de los jazmines prendidos al pelo, al color de los geranios y los patios encalados, al rumor de olivos y almendros, perennes en los ecos del tiempo.

A la tierra de mis ancestros, tan amable a la sonrisa y al paso humano.

Vuelvo a la niña del aire, al rubor de su alegría, a la que podía volar en sueños a cualquier lugar menos al sol.  “Imagínate, con lo que arde al medio día en nuestro patio, lo que debe ser allí en lo alto del cielo”, me decía ella entre risas. 

Jamás viajamos al sol en nuestros juegos.  A la luna y a la noche ¡sí! y al estreno de la aurora, como en un cuento de fábulas, pero al sol nunca…

Vuelvo al Sur de mis raíces, al cantar de mis recuerdos…

¡A los labios caramelo!

Alpujarra Granadina en Órgiva
Playa de Nerja

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EL MAR Y VOLAR

«El Mar y Volar»

Pequeños cuentos para entender la vida

A mi abuela María
y a todos los que saben soñar que vuelan…
Aquel día David estaba muy triste. Tenía la cara empapada y los ojos enrojecidos de tanto llorar por la abuela. 
Yo solo tenía nueve años, pero no lloré demasiado porque ella me había pedido que no lo hiciese. 
— ¡Vamos a jugar a volar!— le propuse a mi hermano.
— ¡No! ¡Yo quiero jugar a pistoleros!
— Pero...¡Yo prefiero volar como la abuela!
— ¿Y si me caigo?
— No vas a caerte. En realidad solo jugaremos a eso y será como si volásemos de verdad. 
— ¡Pero yo no tengo alas y sé que me caeré!
— ¡Sí que tienes!—le aseguré—. Lo que pasa es que no las ves. Ayer me dijo la abuela que cuando juegas a volar te crecen unas alas gigantes e invisibles.
— ¿Estás segura?— me preguntó sorprendido.
— Claro. Ella me lo contó justo antes darme un beso y marcharse al cielo. Después se durmió y voló hasta allí. 

Mi hermano sonreía...
—¿Sabes? Está dormida de mentira, como la bella durmiente.
— ¿No está muerta?... ¿No se ha dormido para siempre?
— ¡Nooo! Está despierta en el cielo. Se ha ido a vivir allí porque aquí le dolían mucho los huesos. Eso me dijo y también, que por las noches dormirá con los ángeles.
— ¡Ahh! Y...¿Allí no le dolerán los huesos?
— No, porque uno no pesa casi nada en el cielo. Es como los globos de la feria, que flotan en el aire. 
— Y, ¿por eso tú ya no lloras?, ¿porque sabes que la abuela no está dormida? 
— ¡Eso es! Y porque sé que está muy bien allí. Pero nosotros jugaremos a volar toda la tarde y después iremos a cenar para que mamá no se enfade ni esté triste.

   Aquella tarde estuvimos “volando” todo el tiempo por la casa: del patio al salón, de la cocina al cuarto y del balcón a la Luna. Cuando se hizo de noche estábamos exhaustos, pero no lloramos más porque la abuela no quería que lo hiciésemos y, además, aquel juego era súper divertido.  Así que a partir de entonces, volvimos a repetirlo cada vez que nos aburríamos y lo pasábamos en grande. 
Claro que David siempre llevaba enfundada la pistola y a veces la sacaba para pegar algún que otro tiro contra el viento…
  
 Al cabo de unos meses, una tarde en la playa, mi hermano vino corriendo con una gran caracola entre las manos. Cuando estuvo frente a mí, la acercó a mi oído y me dijo:
— Miraaa… ¡El mar también sueña que vuela cuando se queda dormido! Se ha metido en la caracola y suena igual que el viento.
— ¡Sí!—le respondí—. El mar también sueña que sabe volar, como nosotros y la abuela. 
     
                             Fin 

Las jaulas

Amanecer en el Guinardó

Usted no tiene patria ni ha venido a este mundo a conquistar su suelo. Usted no tiene jaula ni jaulero. No tiene un corazón dueño de nada ni de nadie. Ni nada ni nadie,  debiera ser dueño de usted o de su corazón. El  hecho, no es que usted tenga un corazón sino que debiera ser su corazón. Ser, en cada uno de sus gestos y  latidos y hacer de él su oficio por y para el mundo. 

Y usted y yo, que sabemos que somos nuestros verdaderos sabios, vivimos en peligro de extinción, porque hay demasiados que piensan que los hombres deben ser los dueños y señores de  cosas a las que pusieron nombre. Y las cosas son solo eso y cuantas más poseemos, menos espacio  queda para ser y más poder otorgamos a los que proclaman: ¡Esto es la felicidad!

Pero usted y yo, sabemos que hay demasiada gente que se muere de hambre por el mundo, mientras otros siguen poseyendo y repiten y repiten: ¡Esto es la felicidad!

Y sabemos, que cada uno tiene sus baremos para los momentos hermosos que vivimos, al margen de las tantas cosas que en ellos poseímos. Sabemos que hay gente con la que nos sentimos al instante en armonía y otra, de la que desearíamos escapar nada más verla.

Ya aprendimos, que esta Tierra es redonda, que todo es cíclico y que seguiremos girando con el planeta preguntándonos por qué estamos aquí. Sabemos que existe un universo inmenso, que el hombre lanza naves al espacio y que hasta a pisado la luna. 

Sabemos que las leyes naturales establecen un orden preciso y que existen diferentes dioses y religiones y tantas, tantas guerras abiertas por el mundo como feroces poseedores de seres y cosas valiosas.

Y sin embargo, usted y yo que como pájaros soñamos nuestro vuelo  y como niños sonreímos al miedo ante el espejo; como hijos del putísimo progreso, vivimos  en enjambres de cemento, hechos por el hombre y su glorioso deseo de ser amo y señor de cosas que le hacen esclavo y le llenan de vacua felicidad las manos. 

Vivimos lejos de la naturaleza, ajenos a sus leyes y verdades, entregados al progreso, mientras que otros siguen muriendo de hambre y opresión.

Pero ¡oh! nosotros, afortunados, seguimos a cobijo en enjambres luminosos que nos ocultan las jaulas de nuestros propios miedos.

Y es así como usted y yo, hemos llegado a este punto de dejar a tan mal recaudo nuestra propia libertad a otros. Como usted y yo, tan dignos y tan sabios, vivimos en una confortable pero estrecha jaula.

Como usted y yo y otros tantos tantísimos tontos, nos estamos convirtiendo en nuestros propios jauleros.