
Obra de Manuel Luna, óleo pintado sobre lienzo: «La carga que tanto pesa» e Imagen de Sirio, tomada de la red
“Los pasos que damos en la vida, son el sentido de nuestro camino
y el camino que recorremos es lo que da sentido a nuestras vidas.
Somos viajeros del tiempo regresando a la Tierra…
Venimos de muy, muy lejos. Venimos de las estrellas.
Somos esencia divina, viviendo una experiencia humana.
Caminando sobre la Tierra para aprender a ser humanos.
Pero eso solo podemos lograrlo siguiendo el único camino verdadero:
el de nuestro corazón.
Caminando con firmeza, con impecabilidad sobre la Tierra,
y poniéndonos al servicio y haciendo del corazón:
el verdadero oficio”
MM

Obra de Manuel Luna, óleo sobre lienzo: «El poder del olvido«
Tengo 84 años y ayer mismo, me atropelló una furgoneta en la calle a solo unos metros de mi casa. Estaba distraído y cruce sin mirar, cuando de repente sentí una fuerte embestida me tiró al suelo frenando en seco sobre mi cuerpo. Creo que se me rompió la pelvis y tal vez alguna costilla porque sentí un dolor tan fuerte, que me desmayé perdiendo completamente el conocimiento.
Hoy, al despertar en este cuerpo maltrecho me he dado cuenta al fin de todo y he estoy tratando de escapar de él, para no sentir más el dolor de la carne y de los huesos rotos, que a pesar de los calmantes se me hace ya insoportable.
Cierro los ojos llenándome de paz al despertar de este sueño que me ha llevado, otra vez, al lugar del que procedo. Creo que hace apenas unas horas que han empezado a volver a mí los recuerdos, y ha sido mientras estaba viendo cómo los médicos manipulaban con sus instrumentos mi viejo cuerpo herido y fracturado, ahí abajo. Sé que esta vez, hagan lo que hagan no voy a regresar.
Me siento flotando en el aire de un frío quirófano hospitalario. Y resulta gracioso pensar que hacía ya 84 años, que no estaba en un lugar como este…Empiezo a serenarme observando cómo transcurre rápidamente, el tiempo que falta para que al fin pueda marcharme.
Estoy viendo maravillado, con una lucidez absoluta, todo aquello que durante tantos años quise saber. Y ese poder que trae hacia mi ser el recuerdo más antiguo, me permite aniquilar todos los miedos que un hombre siente ante la muerte. Ahora comprendo muy bien, que si el ser humano supiese que en las horas que preceden a su fin regresa a la memoria absolutamente TODO ese miedo que construye a lo largo de su existencia no tendría ningún sentido.
He visto con imágenes y sensaciones a flor de piel, como si de una película proyectada velozmente frente a mí se tratase, todo cuanto me ha sucedido en estos 84 años de vida en la que ya he pasado por ser niño, hombre y finalmente anciano.
Me he visto llorando, con millares de lágrimas de sal, en el calor del recuerdo que me trae la imagen de María y en el sentimiento profundo que, en mi ser, ella siempre ha despertado.
Mi esposa, María; sus ojos, chispas de vida, sus caricias, su dulzura, tan encargada de despertar en mí el más intenso de los placeres que un hombre puede vivir aquí en la tierra: el sueño del amor realizado.
Y acaso aún me tiembla la arrolladora fuerza de ese amor suyo en la carne, como si fuese todavía posible, que después de tantos años en mis labios, permanezca aún la esencia de todos los besos que ella me dio. O que permanezca en mi mente, el recuerdo de su voz; como una caricia que en el aire ha seguido cobijándome día tras día, cuando después de 15 años de no tenerla a mi lado no he dejado de pensar en todo cuanto los dos hemos vivido juntos en este mundo.
Iba soñando despierto, como casi siempre, cuando me atropellaron. Sí, María…¿Por qué no iba a reconocerlo? Miro ahora hacia arriba, allí donde quiera que esté y sonrío pensando cuánta razón tenía cuando me decía: «Siempre andas en las nubes… Tan despistado por la calle que un día tendremos un disgusto».
Pienso también ahora qué suerte que se marchase primero ella pues conociéndola, hubiese sido mucho más duro vivir aquí sin mí para ella.
Más allá de mis recuerdos como hombre me he ido viendo tiernamente en el niño de mi primera infancia, jugando a los juegos que me enseñaron a Ser; creciendo frente a los ojos de mi madre, regocijándome en la risa y en esa felicidad de la inocencia y del florecer de los sentidos. Del vivir tan solamente para el juego, para el mágico instante presente del ahora. Ese es el don de ser niño, ¡Qué triste que a menudo lo perdamos al hacernos adultos!
Sé, que cada uno de esos momentos que viví dentro de mi niño, fue sumamente importante en mi camino. Y completamente necesario en mi aprender desde la infancia el sentido que iba a tener para mí, ser por primera vez hombre en un mundo donde todo era algo extraño; tan material, tan denso y repleto de dualidades.
Creo que siempre intuí, que por debajo de mis estrellas existían otros lugares lejanos. Mundos en los que el tiempo transcurría a otro ritmo muy diferente al que yo conocía antes de venir aquí.
Hoy he vuelto a recordar que nací en una estrella, en una galaxia muy lejana a este sistema solar. Sí, ahora ya sé que yo vine de un cúmulo abierto de la constelación de Canis, la que contiene a la hermosa estrella Sirio.
El polvo cósmico que envolvía mi grupo estelar desprendía un halo azul que llegaba a transformarse en una nebulosa lila, incluso a veces rosada o roja. De hecho, mi pequeño grupo estelar estaba siempre en continua y maravillosa transformación. Ese fue mi primer hogar, del que surgió mi verdadera esencia hace eones y eones de años.
Había a mí alrededor muchísimos como yo, infinidad de cuerpos estelares habitados por seres de energía y luz como la mía. Desde allí los observaba, fundiéndose en armonía con el cosmos, adoptando incluso la apariencia, la luz y el destello cambiante de las formas estelares que los cobijaban.
Había en mi cielo, estrellas rojas, amarillas, azules, nebulosas doradas, rosadas, todas ellas con matices de colores que jamás pude ver aquí, en este mundo. Aunque siempre el azul, acaba predominando por encima del resto de los tonos.
Moraban allí, junto a nosotros, unos maestros de luz inmensa, unos sabios; aquellos que mediante su energía nos protegían y nos enseñaban a permanecer en armonía con el cosmos, con el señor de los cielos, que reinaba más allá de las galaxias y de los cuerpos estelares.
Moraban allí, junto a nosotros, unos maestros de luz inmensa, unos sabios; aquellos que mediante su energía nos protegían y nos enseñaban a permanecer en armonía con el cosmos, con el señor de los cielos, que reinaba más allá de las galaxias y de los cuerpos estelares. Ellos fueron los que me dijeron que debía emprender un largo viaje hacia otro mundo, durante el transcurso del cual se borraría de mi memoria el recuerdo de todo cuanto antes había sido mientras estuve allí.
Un día pronunciaron su nombre, aquel lugar se llamaba “La Tierra», era un planeta azul y verde que estaba en una galaxia muy lejana a la mía.
Continua en el siguiente post…

Imagen de la Tierra obtenida en la red
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