Me hablabas de tu infancia de abandono, del olor y el motivo de la niebla. Me hablabas de la ausencia temprana de una madre, de gritos en la noche y la palma de la madre sobre tu rostro de niño. Hablabas de tu abuela paterna, que había viajado para cuidar de vosotros. Hablabas y eras tan capaz de imaginarlo todo; de ponerlo frente a ti en un orden conciso de secuencias. Hablabas y conforme lo hacías, seguías inventando y así fue como te hilaste a una historia a la que nunca perteneciste, a una vida que nunca fue la tuya. Trazaste, igual que un niño, el juego perfecto de tu mente; vitrales para un sueño donde nos desterraste, sin más, a los dos. Pero tanta imaginación, conduce al vértigo… Y yo que sólo te anhelaba, precisamente, fuera del riesgo de que tu amor pudiese hacerme daño, dejarme en la piel alguna herida nueva… Por eso, primero, habías decidido ser mi amigo.
«Es bueno que estés sola por un tiempo»_me decías… «Puedes llamarme a cualquier hora del día o de la noche»_ me decías. «Me tienes a mí»_ me decías
Pero yo no te llamaba nunca porque tú eras aún poco más que un espejismo, una cortina de ausencias que se salvaba en unas cuantas horas de palabra. Éramos amigos, cada uno a su lado del océano; amigos ansiando y escribiendo las palabras para una pantalla en la que leerían nuestros ojos voraces al mismo tiempo. Y así empezaste a ser para mí, siempre tan llena de interrogantes, un sí sobre un cómo o sobre un dónde; una voz que me daba presencia o amor desde su lejanía. Así mismo era, hasta que una noche te atreviste a llamarme a sabiendas de que yo ya empezaba a anhelar bastante más de ti: tu amor por fuera de la letra, por fuera de la niebla. Tu amor, como algo cierto, como un ala viviente en la quietud de las horas. Tu amor más pulcro e instintivo que nosotros mismos. Porque yo te había pedido un amor blanco para mis miedos y tu amor, era dulce en la voz y en la voz era un todo para mí, por encima de la palabra escrita. Te acostumbraste a llamarme, porque sabías que tu voz me estremecía, porque imaginabas que con ella podías calmar toda mi sed. Y tu voz hablaba en mi ciudad o en medio de mi casa, era algo habitual porque mi mente la imaginaba como un sustituto perfecto de ti. Pero también era tu voz en mí, lo más real del mundo, cuando llamabas y me decías «amor», desalojándome en un instante la tristeza de no poder tenerte ni a ella, ni a ti, al despertar cada mañana. Por eso te imaginaba y entonces tú; con tanta distancia de por medio y solamente unos minutos de voz, fuiste el «tú» que yo también me creé para poder amarte. Y eras para mí; el «tú» que me contabas: ese tú no tuyo, uno multiplicado por mil, y multiplicado también en mi instinto férreo de tenerte conmigo a toda costa. Fuiste un tú de lo salvaje, la llamada de la vida o mismamente de la selva, cuando alguna vez viajé hacia ti y al fin podíamos dormir y no dormir, conciliarnos, despertando revueltos, pacíficos y amantes de nuestras soledades. Y cuando me iba, volvías a ser un tú magnificado por dentro y por fuera de mi cuerpo, y entonces volvían a nosotros los días repetitivos: los minutos de solamente voces, la rutina y la indefinida angustia de los “lejos”. Por eso, siempre fuiste para mí un «tú» multiplicado por mi espejo del deseo. Un»tú» fielmente creído y vivido en mi conciencia, para que no fueras otra cosa que aquel «tú» que nos narrabas a los dos y yo seguía aprendiendo a amar, por encima de muchas cosas. Porque entonces, desconocía que no habías sido sincero; que no querías ser para mí, tu «tú» de la historia de tu propia vida. Y al no serlo; nada podría ser nuestro, porque cada tú distinto que te trazabas, era un abismo que te separaba de mí mucho más que la propia distancia. Eras un personaje al que yo asistía desde la distancia y al que debía amar incondicionalmente, sin saber aún que ni siquiera se trataba de ti…
Pero ahora después de tanto tiempo, no importa, porque ya no estoy hundida. No vivo confundida o conmocionada por todo lo que sucedió. Exhalo las palabras y no me duelen, aunque sea cierto que te he escrito en mil desórdenes míos, precisamente, para tratar de ordenarme y quemar poco después lo que te había escrito. Pero ya no me dueles, porque por encima de todo; al fin, he comprendido que hiciste lo correcto. Que no hubiese podido ser de otra manera entre nosotros, porque yo, probablemente, no hubiese sabido amar a ese tú tan tuyo de la niebla. A «ese», que desde un principio y ya por siempre me ocultaste. Al verdadero «tú» de origen, al que habitaba no sé detrás de qué vergüenza y era lo suficientemente poderoso para llevarte a amarme infringiendo el código noble de la conducta.
Imagino que lo hiciste simplemente, para que pudiese amar al «tú» que te trazaste sobre mi amor, como una lluvia sobre una promesa fina y frágil. Sobre mi amor acorralado en una callejuela sin salida, que solamente abocaría, un día de Diciembre, a tus mentiras.
No importa, porque no podía ser de otra manera. Aquí ya no hace ruido tu recuerdo, ya quedan pocos días para que venza a Diciembre. Y estoy agradecida, porque fuiste tú lo que me hizo ser más fuerte. Lo que me hizo ser una mujer asida al ritmo y la cadencia de la lluvia.
Quizás podría tomas tus palabras y hacerlas mías, (como tantos y tantas que te leerán…)
Un abrazo y Felices Fiestas querida amiga.
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